LOTERÍA

Antonín Kosík

 


El papá Miguel Tovar llevaba ya veinte años en su pequeño establecimiento, en una plaza de la periferia de Mérida. Tenía una mesita en la que los clientes podían marcar los números de la lotería con detenimiento y sin que nadie los interrumpiera, para después entregar el boleto al tío Miguel, sentado detrás de su ventanilla. Entonces, cuando hacía buen tiempo, Miguel Tovar se sacaba una sillita delante del establecimiento y pasaba revista con el cliente a asuntos relacionados con la situación financiera. A veces, se sacaba una pequeña mesa para tomarse su cervecita que se traía del bar situado al otro lado de la plaza. De vez en cuando, también Miguel apostaba, aunque más bien contaba con el agradecimiento de sus clientes. Es decir, confiaba en que le dejaran cierta parte de cada premio como muestra del reconocimiento a sus méritos. Su establecimiento era conocido por no haber ganado nadie nada en él hasta entonces, lo cual le garantizaba una clientela que bastaba para su modesta y provisional subsistencia. Hace ahora veinte años y tras varios meses de juegos de azar, Miguel llegó a la conclusión de que ganar un premio que le retirara no era posible sin efectuar análisis más detallados; uno de los motivos era la imposibilidad de determinar la cuantía de tal premio, dada la fluctuación de sus propias necesidades. Otra, estaba relacionada con su propia inmortalidad, de la cual estaba seguro, por lo que decidió abrir un establecimiento de lotería.
Así fue viviendo durante veinte años, en general contento. Poco a poco y tras dos infartos acabó enterrando su inmortalidad, o por lo menos aplazó su decisión al respecto hasta que ganara en la lotería. Los clientes que venían a depositar sus apuestas eran tan pobres como él y no había pues ni la más mínima posibilidad de ganar un premio ni de una participación en él. Todos esos años acechaba al cliente que pudiera tener una posibilidad de ganar un gran premio. Se lo imaginaba como una persona elegante, ojala no disinto a un diablo, que vendría a depositar su boleto justo antes de cerrar, y para no dejarlo escapar tenía abierto hasta bien pasada la medianoche. Al mismo tiempo, durante esos veinte años inventó, perfeccionó y volvió a descartar su sistema para ganar la lotería. Una vez, contrajo una amistad aparentemente sólida con un especialista en afecciones cutáneas, que en lugar de curar a sus pacientes los hipnotizaba y les sonsacaba números para la lotería. Obtuvo aciertos indudables. Algunos de sus pacientes eran capaces en estado hipnótico de recitar números extraídos en una fecha pasada determinada. Sin embargo, ninguno pudo determinar con exactitud todos los números extraídos, a pesar de los denodados esfuerzos del dermatólogo. Éste acabó desistiendo y se casó con una rica paciente suya, a la que curaba mediante hipnosis de una erupción inexistente. Al poco de la boda ya se arrepentía de su decisión, ya que su mujer se convirtió en su paciente particular y le obligaba a efectuar terapias hipnóticas de sol a sol, mediando sólo unos generosos honorarios. El dermatólogo perdió de este modo la posibilidad de experimentar investigando en el ámbito de la hipnosis y la lotería, la cual no dejó de interesarle aunque ahora ganara más de lo que habría podido ganar en el pasado. Soñaba que, en cuanto tuviera tiempo, reanudaría sus estudios sobre la relación entre hipnosis y lotería, ganaría un premio y se divorciaría.
Poco después, el tío Miguel perdió a la madre de los hijos de su esposa y, al tiempo, también a su hijo. De la vida esperaba ya una sola cosa: que le tocara el premio gordo en la lotería. Al anochecer, calculaba en qué emplearía el premio esperado o bien la parte que le tocaría y con frecuencia le pasaba que le sobraba dinero (y entonces, desesperado, compraba todo lo que podía) o que le faltaba dinero. En este caso, reflexionaba para encontrar en qué compras se había equivocado y las tachaba sin piedad.
Tras la muerte de su mujer, se interesó por otros pasatiempos, sobre todo cuando los huracanes le imposibilitaban atender su negocio; visitó varios laberintos por los que, con la excusa de que se había perdido, erraba incluso después de que cerraran. A menudo, los empleados del laberinto le encontraban exhausto al día siguiente. Le fue funesto el último laberinto que visitó, en el jardín del castillo situado en la localidad de Dobříš. Lo cierto es que, en contra de su costumbre, salió del laberinto apresuradamente al cabo de sólo cinco minutos, pero volvió a lo que para él era un mundo totalmente distinto, que no reconocía y en el que erró hasta su trágico final. En el laberinto, se le habían trastocado totalmente el pasado y el futuro. Veía, o mejor dicho, recordaba todo su futuro, al igual que perdió sin remedio todos los recuerdos de su pasado que sólo intuía, soñaba con lo que le podía haber pasado y durante mucho tiempo esperó impaciente y en vano en un banco del parque a que lo que simplemente tuviera que acontecer se convirtiera en su pasado. El presente, ese instante en el que se le perdía el pasado, se convirtió en un sufrimiento para él, experimentó lo que hacía mucho tiempo que conocía hasta en sus mínimos detalles y que también sabía: que ese instante pasa por última vez y que se pierde sin remedio, que nunca se acordará de él más que como la posibilidad sobre la que nunca sabrá con certeza si fue realidad.
Por aquel entonces, Miguel entabló amistad con Carlos B.B. Don Carlos, tras su vuelta a Salamanca no había conseguido restablecer su antigua influencia. Los acontecimientos se le escapaban como agua entre los dedos, ocurrían sin que se diera cuenta, a Salamanca llegaban y partían forasteros sin que don Carlos siquiera se enterara de su estancia, no siendo capaz ni de predecir algo tan sencillo como el tiempo. La gente empezó a burlarse de él.
La amistad del tío Miguel y de don Carlos era al principio aparentemente ventajosa para ambos. Miguel explicaba mediante telepatía a don Carlos lo que pasaba en el futuro y don Carlos anotaba sus recuerdos cuidadosamente en un calendario diario, cuyas hojas una vez arrancadas mandaba por correo a su nuevo amigo. Sin embargo, al cabo de un tiempo y sin motivo conocido, se interrumpió el flujo de información mutua y Miguel Tovar volvió a sumirse en la incertidumbre que rodeaba su pasado.
La esclerosis se convirtió en liberación para el padre de Claudia; poco antes de su muerte trágica, empezó a olvidar lo que pasaba, empezó otra vez a jugar con prudencia a la lotería, hasta que un día cruzó la calzada frente a un coche en marcha, ya que lo único que recordaba era que algo le estaba esperando al otro lado de la calzada. Por azar de las circunstancias fue el mismo día en que por fin ganó en la lotería el premio que tanto había ansiado. La verdad es que igualmente nunca tuvo esperanza.

Dibujos: Juan Kalvellido

   
 
 
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