VENTANILLA

Antonin Kosìk

 
 

El tío Miguel Ángel Zamora Ortiz lleva administrando ya durante varios años un pequeño rancho cerca de la ciudad de Toxpaoca, en el estado de Hidalgo, en México. El rancho se encuentra a veinte kilómetros del pueblo más cercano, y es accesible solo a través de un camino estrecho y polvoriento, transitable solo en todoterreno o a caballo. De veinte a cuarenta vacas, según la época del año y el precio de la leche y el queso; un par de toros y caballos, pastos, edificios administrativos y todo eso.
El deseo de formar parte del mundo globalizado se había despertado en el tío ya antes de los tiempos del cable. En aquel entonces, a partir de viejas jarras lecheras, barras de hierro, herraduras enderezadas y diversos cachivaches agrícolas, montó una torre de comunicación de quince metros de alto, provista en la misma parte superior de una lucecita roja, como había averiguado que debía hacerse. Después se sentaba a menudo de cuclillas bajo la torre, se comunicaba con el mundo, se extrañaba y preguntaba. Daba consejos a las más diversas instituciones, sin importar lo lejos que estuvieran, concernientes a los precios del petróleo, la leche y las hortalizas. Trataba a los máximos dirigentes de los estados, se henchía de satisfacción cuando lograba hablar con ellos y se enorgullecía cuando allá afuera se dejaban guiar por sus consejos y se le reconocían sus méritos. Y así empezó a desatender un poco las vacas y la administración de la hacienda. No era nada serio, puesto que de la elaboración de tartas de leche se encargaba la tía Marta y del queso y las vacas cuidaba más bien su hijo, Miguel Ángel Zamora Preciano. 
Hace unos dos años la conexión al mundo por medio de la torre de comunicación global comenzó poco a poco a interrumpirse. Al principio de forma casi imperceptible, más tarde, sin embargo, cada vez más y más. Las noticias llegaban mal o no llegaba ninguna, y el mundo poco a poco dejó de guiarse según sus consejos. El tío estaba contrariado, se negaba a vender tartas de leche a gente desconocida o las vendía de una en una. Sus paseos a caballo eran cada vez más escasos, ya no se ponía las botas de montar y sólo cabalgaba con los zapatos desatados. De un día para otro, en el rancho comenzó a anochecer antes y a amanecer más tarde. Los perros dejaron de merodear curiosos de acá para allá, andaban apesadumbrados, y en lugar de ladrar alegremente solo gimoteaban. Las vacas daban cada vez menos leche. El hijo menor, Antonio Zamora Preciano, escapaba por las mañanas a hurtadillas para conducir su camión y no volvía hasta bien tarde, por la noche, completamente cubierto de polvo. Practicaba yoga y se negaba a alimentarse de queso, en su lugar tomaba sopas instantáneas con fideos chinos. Y el hijo mayor, Pedro Zamora Preciano, había renunciado ya para entonces a su función organizadora y controladora del rancho, y se había puesto a transformar un pequeño cobertizo en un lugar con sesenta y cinco camas en un espacio de dos por dos por dos metros, de forma realmente ingeniosa. Junto a cada cama había un farol hecho de vasijas lecheras, y con todas las jarras para la leche fabricó taburetes de bar con respaldo. Luego comenzó a haraganear sin tapujos de ningún tipo. El tío Miguel Ángel Zamora Ortiz se metió en la cama, se negó a lavarse, dejó de aceptar comida y únicamente contemplaba la tenue y granulosa imagen del televisor, conectado por cable a la torre de comunicación. Y así permaneció en la cama sin lavarse doce meses seguidos. El rancho abandonó el mundo lentamente y el mundo poco a poco abandonó el rancho.
El tío Miguel Ángel Zamora Ortiz lo comprendió todo en un solo y único momento. ¡Una taquilla! ¡Una ventanilla!! Ya tenía claro cómo alcanzar el mundo globalizado: la estructura del rancho tenía que fundirse con la estructura del mundo. Si el rancho quería convertirse en uno de sus componentes, el mundo se tenía que transformar en un componente del rancho. Y eso se podía conseguir solo a través de una taquilla, de una ventanilla. Tras ella se venderían paquetes de servicios por diez, quince, veinte y treinta pesos, y todo el que comprara uno de esos paquetes tendría derecho a varios servicios incluidos en el precio. ¿Qué servicios? ¿Cuál sería el objeto de los servicios? ¡Ah, eso depende de qué paquete escoja el cliente! El tío estaba reluciente de alegría, pero no tenía ninguna prisa. Situó por todo el rancho tablillas de madera pintadas a mano con flechas e inscripciones rojas, blancas y verdes que conducían cuesta arriba, cuesta abajo, o de forma enrevesada: Por aquí a la ventanilla. Accedan a la ventanilla de uno en uno. Compórtese con educación en la ventanilla. No coma en la ventanilla y acceda a ella correctamente vestido. El letrero No hable con el personal al otro lado de la ventanilla, al final, después de una madura reflexión, lo tachó con pintura roja. Entonces se hizo necesario preparar la ventanilla auxiliar, antes de que estuviera lista la principal. Allí se venderían mientras tanto piruletas, cerillas y cervezas Corona heladas. A mis objeciones de extranjero sobre quién iba a pasarse para comprar una piruleta a veinte kilómetros de la carretera practicable más próxima el tío respondió con un altivo silencio. El problema era otro, y es que había que pensar en el personal. Tenían la intención de emplearse el mismo tío y también la tía Marta. En la ventanilla tenía que haber suficiente comodidad para que fuera posible ocuparse de la afluencia de gente o, por lo contrario, descansar en los periodos más sosegados. Leer algo, ocasionalmente cambiarse y ponerse cómodo. Estaba fuera de mis capacidades disuadir al tío de sus intenciones. No tenía fuerzas para poner fin a aquel disparate. ¿El mundo como una ventanilla? Pero si no tiene sentido.
A la mañana siguiente tocó el cencerro que había sobre la ventanilla el primer visitante. Impacientemente, solicitó la compra de un paquete de quince pesos y dos de veinte. Desde entonces el cencerro no ha cesado de sonar.

 

Ilustraciones de Kalvellido                                      Traducido desde el checo por Mariapia Ciaghi

 
 
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