Agua y arquitectura

Alessandro Franceschini

 

Dos protagonistas de la historia de la humanidad. Una surge tras la aparición del hombre, fruto del hacer laborioso de generaciones de seres humanos a lo largo de su paso por el mundo. La otra es anterior al ser humano y quizá sea la emperatriz no legitimada del globo. Una ha hecho de la forma su esencia, la segunda existe en la informidad. La primera es inmóvil, tiende a desafiar a los siglos con su estaticidad. La segunda es móvil por naturaleza, cambiante en su devenir, y sin embargo permanece siempre igual a sí misma, en un burlón juego de mimetismo. Una se alza soberbia hacia el cielo despejado o cubierto de grises capas. La otra cae sinuosa o tremulante en las vísceras de la Madre Tierra. A veces se encuentran: la primera teme a la segunda, a su poder corrosivo e insalubre; la segunda odia ser canalizada, desviada, encerrada y limitada. No obstante, en los milenios que nos han precedido se han dado ocasiones en que ambas se han buscado para ser la una el motivo de la otra, la una el instrumento de la belleza de la otra.
Arquitectura y agua: dos protagonistas del paisaje humano desde sus orígenes. También las siete maravillas arquitectónicas del mundo antiguo tenían que ver con el agua: el Faro de Alejandría dominaba la bahía de la ciudad más grande que la civilización había conocido hasta aquel momento; el Coloso de Rodas se divisaba desde los barcos a enorme distancia; la estatua de Zeus de Olimpia reflejaba todo su poderío en una lámina de agua sobre el pavimento del templo; finalmente, los jardines colgantes de Babilonia nacían justamente de la posibilidad de suministrar el agua sobre la cúspide de los jardines de veintidós metros de altura.
Precisamente de los babilonios aprendieron los romanos a construir con y para el agua, dando vida a un auténtico y verdadero "tipo" arquitectónico: los acueductos. Eran obras de alta ingeniería y de extraordinaria elegancia arquitectónica que todavía hoy decoran numerosos paisajes europeos. Se hacía fluir el agua hasta las ciudades superando gargantas, valles, montañas, llanuras. El agua se convertía así en un "objeto" precioso, liberada de la gravedad por las estructuras arquitectónicas.
Las arquitecturas de agua y con el agua reaparecieron durante el Renacimiento. Sin embargo, algo ha cambiado: la arquitectura ya no está al servicio del agua sino que es esta última la que se convierte en adorno para las estructuras de mármol y en lugar para la gracia cambiante. Por dar algunos ejemplos: Villa d'Este de Pirro Ligorio, Versalles a las afueras de parís, Caserta, en cuyo parque la calle de Nápoles se transforma en una calle-río. La fastuosidad de la magnificencia privada se transforma después, en el Barroco, en materia de arquitectura pública, lugar de encuentro para todo el pueblo. Así ocurre en Roma, desde las grandes fuentes de Gian Lorenzo Bernini presentes en todas las grandes plazas hasta el triunfo de la irrepetible síntesis barroca entre agua y arquitectura que representa la Fontana di Trevi.
Durante los siglos XVIII y XIX la relación entre el agua y la arquitectura se reinventa y se convierte en el medio a través del cual la sociedad burguesa moderna se abre al exterior, a la comunicación, al progreso, al cambio. Es la arquitectura de la Ilustración la que por primera vez no se limita a abrir sus propias plazas al agua sino que la convierte en auténtico y verdadero material arquitectónico, en uno de los elementos básicos del urbanismo. No es por casualidad que esto sucediera en algunos proyectos que constituyen símbolos de la utopía ilustrada en Europa: el proyecto para las salinas de Chaux y la posterior ciudad ideal, el proyecto para el Prado del Valle en Padua, y finalmente la arquitectura acuática del Foro Bonaparte en Milán.
¿Qué queda hoy de esta relación cambiante y dialéctica entre el agua y la arquitectura? La arquitectura del siglo XX parece haber renunciado a cualquier conexión con el agua: en las ciudades la ha soterrado, desviado, extirpado. En las construcciones, salvo en contados casos, la ha mantenido oculta entre las paredes en pequeños tubos, reducida a oropel sanitario o alimentario. Actuando de este modo la arquitectura moderna ha perdido una parte significativa de su poesía, que tenía origen en la "coincidentia oppositorum". Pero deberá recuperarla muy pronto, si no quiere volverse completamente árida en su brillo metálico. Muerta en su composición sintética.

 

 

 

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